Borradores

«Puede que no se necesite más que eso. Saber que hay alguien al otro lado. Alguien que contesta a tus mensajes, que sigue tus juegos. Alguien que te dice que está, y está incluso cuando no se le espera. Que no hace falsas promesas, pero que cumple sin hacerlas. Que te hace reír a diario y no se asusta si lloras. Alguien que se atreve a saltar contigo, sin medir los riesgos. Sin hacer otra cosa que confiar en que las casualidades existen y los puntos conectan. Alguien con quien no importan 4.555 millas o diez centímetros, porque ambas opciones parecen igual de cerca. Puede».

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Hay fragmentos que escribimos en octubre y que, semanas después, mandamos a borradores. Trozos de nosotros que guardamos para que no se desgasten; para que no nos erosionen. Quizá somos esas frases que dejamos sin escribir, o esas otras que borramos una y otra vez; ésas que nunca encuentran la tecla enviar. Las cartas que quedan sin sello y que tienen por sobre un cajón. Los «te echo de menos» que dejamos pendientes; los que ya no podremos decir. La cerveza que no tomamos en diciembre, el café que hemos pospuesto durante un año y medio; las tardes de sofá y película que están siempre en el tintero. Los libros que se acumulan en la mesilla de noche, las llamadas que nunca encuentran su tiempo. Los «otoños» de no se sabe qué año, pero que serán invierno o primavera; incluso algunos bailes de domingo, sin orquesta.

Quizá, por el contrario, seamos justo lo contrario: las frases que encontramos la manera de decir, aunque nos desgarren. Los «llegaste para arreglar mi caos», los «somos sumamente encantadores», los «pensé que no podría olvidarte nunca, pero lo hice». Todos esos «quédate» que implican saltar a la piscina, aunque no tengas claro si hay agua al fondo, y que, incluso después de estrellarte, merecieron la pena. Quizá somos las cartas que sí enviamos, incluidas ésas que llegaron de vuelta. Y las que encuentran la forma de escapar de un cajón y llegar a su destino.

Aún no sé cómo he conseguido dejar mi lista de borradores a cero, pero quería empezar 2019 con una página en blanco. Una página que emborronar de tinta a mi antojo, para jugar sin reglas, restando kilómetros y sumando centímetros. Una página a la que saltar sin miedo, sin equipaje y en la que quepan todas mis ganas de nadar.

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Seguramente sí, sólo se necesite eso. Eso y saber que alguien tendrá dos copas de vino preparadas, por si se apaga el mundo.

 

Colgados

Una botella de vino —ya vacía—, dos copas y un atardecer frente al mar. Estaban sentados, ajenos a todo, absortos en una conversación, no creo que importante. Mantenían la distancia; ese estar cercanos, sin rozarse. Con las piernas colgadas, casi a ras de agua.

Los vi y no pude evitar capturarlos. Atraparlos en una fotografía que me recordara que la vida son pequeños instantes de placer; instantes como ese, en el que el sol acababa de caer y empezaban a despuntar los rojos. Ninguno intuía entonces la belleza que adquiriría el cielo sólo un cuarto de hora más tarde. Hay que vivir abierto a esas sorpresas. Desagendando los días y las horas.

Dirigían la vista al frente, pero intuyo que hacía tiempo que habían dejado de mirar. Intercambiaban sonrisas, aún tímidas, de las que campan a sus anchas en las primeras veces; quizá era la primera vez que estaban juntos. O, simplemente, el primer atardecer que compartían.

Vermeer habría captado la luz que se posaba sobre ellos; Monet se habría centrado en los rosas que se intuían en el cielo. Sorolla habría variado la perspectiva, pintando los reflejos que dibujaban sus cuerpos en el agua. Y Gaya… Gaya habría puesto flores frescas en sus copas, en un claro homenaje a ese final del día que, con suerte, será sólo un comienzo.