Pirómanos

«Mi padre dice […] que vivían convencidos de que el juego no se les escaparía de las manos […]. Que empezaron a desear que el otro lo sintiese también cuando se descubrieron esperando sus mensajes con la dependencia de un toxicómano y se vieron inventando una vida improbable a su lado; que nunca habrían podido imaginar que aquello se convertiría en el incendio que acabó siendo». [Marta Carnicero en ‘El cielo según Google’]

Sospecho que somos un tanto pirómanos. Creamos un juego de cerillas y no pensamos que las brasas podrían consumirlo todo. A veces, si vuelas demasiado alto, ves chamuscarse tus alas; se despegan las plumas una a una, derretidas por el calor insoportable.

Es difícil predecir los riesgos; controlar las consecuencias de una partida cuyas reglas se reescriben día a día. Porque ayer era ayer, pero hoy parece mañana. Y salpicas el calendario de planes destacados que amenazan con cumplirse, como esos meteoritos proyectados a décadas vista.

Arrastras la maleta por el centro de una ciudad que cada vez se siente más casa, quizá porque cada domingo va seguido de un viernes y lo que queda entre medias es sólo un ir y venir entre paréntesis. Cargas sólo con aquello que puedes coger, ni un gramo más. Alguien debería advertirnos de lo apropiado de vaciar mochilas antes de querer volver a llenarlas; construir armarios en ese mar de oportunidades perdidas.

Prenderse fuego requiere de cierto valor. Los cobardes rebajamos la épica: acumulamos durante meses las suficientes hojas y esperamos, sin prisa, a que salten las chispas. Y luego, sólo luego, nos tumbamos en el suelo y dejamos que el fuego nos arrase.

Dejarse arder, sin miedo. Como si un atardecer nos cayese encima.